En estos tiempos en los que la ilusión parece haber desaparecido entre la sensación de sentirse quemado, el conflicto y la queja, hay algo que puede hacer que la llamarada de esa vela casi apagada llamada vocación vuelva a encenderse de nuevo. Una cerilla aguarda deseosa de ser utilizada para despertar en ti lo que parece ya casi perdido, esa es la docencia.
Lo primero que quiero es presentarme para que puedan conocerme y entender o incluso empatizar con que una médico adjunta de tercer año necesite recuperar la ilusión por la medicina en un momento tan precoz de su carrera profesional. Mi nombre es Silvia, tengo 32 años y soy médico de atención primaria en un centro de salud de Guadalajara.
Vamos a hacer un viaje por los sueños desde los primeros pasos hasta el final de una etapa que culmina con una joven tutora de residentes. Mi deseo de convertirme en médico, como la de muchos, viene desde que era una niña. Mi vocación trasciende desde aquella época en la que curaba a mis peluches, preguntaba a mi padre el porqué de las enfermedades y me sentaba junto a él en lo alto de un taburete mientras cocinaba y me enseñaba anatomía con la disección del pollo que ese día comeríamos.
Dra. Silvia Altabas González
Médico de Atención primaria del Centro de Salud Ferial
Eso de llegar a ser médico de familia me hacía sentir mariposas en el estómago. No como una chica enamorada sino como cuando al realizar un regalo esperas ese ocioso momento en el que el destinatario abre el presente y ves la felicidad en sus ojos, una sensación aún más gratificante cuando ese regalo es tu mano que tiendes para ayudar a los demás. Pensar en formar parte de las familias, ver crecer a los niños hasta convertirse en adultos, aprender con la sabiduría de los más mayores, dar un abrazo curativo en las etapas más difíciles de la vida y reír como modo terapéutico de vida es simplemente maravilloso.
Esa niña se hizo adulta y decidió emprender un difícil camino que le hizo mudarse a otra ciudad lejos de sus padres para estudiar su ansiada carrera de medicina. Nada iba a detenerme por mucho apego que tuviera hacia mi pequeña burbuja familiar. Todos sabemos el esfuerzo que supone, ver a tus amigos salir de fiesta en fiesta, mientras te quedas estudiando hasta altas horas de la noche y algunas navidades entre apuntes. Cuantos sacrificios para ese ansiado momento en el que te gradúas con tu ribete amarillo y tu título en la mano.
Y como esto es un viaje por la ilusión. No puedo olvidar las prácticas de atención primaria que hice en un pequeño centro de salud de Zaragoza, que me inspiraron y motivaron a continuar. Recuerdo un médico que iba con sus pacientes una vez en semana a hacer paseos activos, haciendo un poco de gimnasia mientras aprovechaba y reunía a aquellos que querían cuidarse con otros que se sentían solos en su viudedad o en su día a día. Cuanta terapia vi en aquellos recorridos por el Ebro. Una vez culminada esta etapa toca el MIR. Un día, un examen, un momento que puede cambiar tu vida según lo bien que respondas a las preguntas. No quiero alargarme más, simplemente la vida me llevo a un lugar, un destino: medicina familiar y comunitaria en Guadalajara.
Mi primer día estaba extasiada, con mi ilusión aún intacta sin ser corrompida por la crítica, el miedo a fracasar y los miles de momentos que no sabría que viviría los siguientes 4 años. A medida que iba avanzando el tiempo e iba aprendiendo más, me iba motivando a continuar. Ser el médico que sabe “un poquito de todo” con la capacidad de profundizar en aquello que más nos llene, es una suerte que no todos pueden experimentar.
Un día, un examen, un momento que puede cambiar tu vida según lo bien que respondas a las preguntas.
En cuarto de residencia alcanzas ese momento ansiado de llegar al centro de salud, el hogar donde te sientes querido y protegido. Hasta la fecha habíamos vagado entre muchas tierras desconocidas “las especialidades hospitalarias”, pero como cuando uno hace viajes largos en los que después de meses está agotado y surge el deseo de volver al acogedor calor de nuestra casa, queremos llegar a nuestro hábitat natural. El apoyo de los compañeros y los tutores hacen que a pesar de la adversidad sigas sintiendo que esa llama aún no se ha apagado.
Ya eres adjunto, un miedo nuevo al que enfrentarse ¿podré con ello? pasas por varios sitios donde vas adquiriendo la experiencia que va haciéndote ser quién eres ahora. Esa belleza con la que hemos retratado la especialidad, poco a poco se va manchando con pequeñas gotas de tinta, algún rallón, incluso alguna rasgadura en el papel. La crítica, la sobrecarga, el burnout, el estrés… van haciendo que lo que un día soñaste vaya perdiendo la perfección con la que lo veías cuando cerrabas los ojos. ¿Qué has sentido al leer esto? Puede que te sientas identificado. Ya no eres el de antes, el niño con sus peluches o el R1 extasiado. Has sufrido cambios, experimentado cosas que te han hecho perder la razón por la que seguías en este camino, tu Ikigai. Muchos incluso dirán que no quieren que sus hijos sean médicos, porque después de tanto sacrificio ¿esto es lo que me espera? La respuesta es no, siempre hay algo que puede hacer recuperar ese Ikigai, yo pude encontrar el mío, la enseñanza. La ilusión de ver aprender a un residente que confía en ti para que le ayudes en esa bonita etapa de su vida es muy satisfactorio. Compartir tus conocimientos para que otro pueda avanzar y ser mejor médico es un regalo que ya sea por egoísmo o pura necesidad de supervivencia te congratula. Mis residentes me han devuelto algo que creía perdido y eso debo agradecerlo. Muchos de mis compañeros ven limitado el tiempo que tienen por la carga asistencial a la que estamos sometidos, algo que es comprensible, pero puede ser compensado con creces por todo lo positivo que se te da devuelta. El tomarnos pequeños momentos en la consulta en los que haces educación para la salud al paciente a la vez que explicas al residente puede ayudar a compenetrar ambos momentos.
No solo van a aprender de ti, tú lo harás de ellos, eso te motivará a estar actualizado y a seguir adelante con ganas de mejorar como médico.
Las sesiones, las pequeñas tutorías, las risas y conversaciones, hacen un vínculo que te gratifica como médico y como persona.
A veces solo vemos la montaña, alta, empinada y difícil de escalar, pero ¿y la satisfacción de llegar a la cumbre y ver los logros que has alcanzado? Para mí esos son ellos, mis chicos, mis residentes. Quiero agradecerles a ellos por devolverme un poquito de algo que ansiaba volver a encontrar, la ilusión por mi trabajo.
DOC.6002.022025